En octubre de 2018, dentro de las instalaciones del Temptation Cancun Resort, de todos los lugares, tuve la suerte de conocer a un grupo de exjudíos jasídicos que se encontraban ahí probando más de un sabor de libertad absoluta. Y no eran un grupo cualquiera, sino ni más ni menos que varias de las personas que participaron en el documental “One of us” de Netflix, el cual explora los adentros de la comunidad jasídica en New York. Si en estos momentos se están preguntando exactamente qué es un judío jasídico, les recomiendo entonces dicho documental. Advierto no obstante, que es algo difícil de ver.
Sobra decir que el solo hecho de haber conocido a estas personas, aún si fue brevemente, ya es lo suficientemente fascinante, y las historias de todos y cada uno de ellos son, sin duda, increíbles e inspiradoras.
Pero el motivo por el cual compré el mismo libro una segunda vez tiene que ver en especial con una de estas personas, quien se encontraba en ese momento, viviendo el proceso de separarse de su esposo y de abandonar la comunidad definitivamente. Esto no es cualquier cosa. Al tomar esa decisión, esta mujer se había puesto a sí misma en un curso de colisión que la llevaría a perderlo absolutamente todo; su hogar, su familia, sus amigos y todo lo que ella había conocido hasta entonces. Para quien no sabe lo que significa ser un judío jasídico, esto pudiera parecer un acto irracional por parte de ella o una exageración por parte mía. Pero al leer esto, que no quepa en sus mentes la menor duda: bastarían unos pocos minutos de conversación con esta persona para que el daño y las secuelas de décadas de terrible abuso y sumisión, y lo terrorífico de su situación en ese momento, se volvieran evidentes.
Esta mujer había tomado ya la decisión consciente de perderlo absolutamente todo, en un afán por liberarse a sí misma de lo que solo puede ser descrito como una esclavitud de la mente y una rendición total de la razón, la voluntad y la individualidad como persona. Como si esto no fuera suficiente angustia mental para ella, había otra batalla, igualmente terrible, ocurriendo en su mente: El hecho de que había dejado de creer en el dios en el que le enseñaron a creer. Nuevamente, para los que no saben, esto pudiera parecer trivial, pero para alguien como ella, era algo absolutamente aterrador.
Sobre la mesa donde estábamos sentados, se encontraba mi copia de “God is not great” de Christopher Hitchens, lo cual de pronto se volvió relevante mientras me platicaba sobre cómo se sentía temerosa de admitir, aún a ella misma, que había dejado de creer en su dios. Cuando vio el libro, inmediatamente reconoció la portada y al autor, ambos infames y repudiados en los círculos religiosos más extremistas.
Mientras miraba con fascinación portada y contraportada, y mientras hojeaba las páginas, me platicó que desde hacía tiempo había querido leer a Hitchens, pero que el simple hecho de ser vista, ya fuera en su casa o en la calle, cargando semejante libro podía ser muy peligroso. No solo eso, sino que aún sentía algún terror residual ante el prospecto de un castigo divino por el solo acto de leer ese libro, aún a pesar de decir que había dejado de creer. No obstante, me dijo que estaba decidida a empezar y me preguntó si podía comprarme mi copia en ese momento.
No había terminado de reponerme del shock que me causó escuchar que aún existe tal cosa en el mundo como el riesgo y el temor de leer un simple libro, ya no hablemos expresar una idea o cuestionar un dogma, cuando volví a mis sentidos; rechacé rotundamente su oferta y le pedí que aceptara el libro como un regalo de mi parte. Me costó convencerla pues rápidamente se dio cuenta de que no había terminado de leerlo aún, ya que tenía puesto el separador en la página 142. Así que saqué mi celular y con la mayor rapidez que me fue posible, ordené una copia nueva. Le mostré la transacción realizada en mi pantalla, y le dije que ahora tenía dos copias del mismo libro y que lo mejor es que se llevara esa, lo cual al final aceptó. La expresión en su rostro al recibir ese regalo es algo que recordaré por muchos años.
Y así fue como terminé comprando el mismo libro dos veces.
La experiencia me dejó un sabor agridulce en la boca. Por un lado, me sentí muy bien de tener ese gesto con ella y de haberme tomado el tiempo de responder sus preguntas sobre mi perspectiva como ateo, por lo que me mostró una enorme gratitud y apreciación. Siento que le di no solo en qué pensar, sino buenos motivos para empezar a sentirse bien con ella misma como una nueva no creyente. Siempre me siento bien de poder ayudar a cualquier persona que está lidiando con estas cosas en su mente y que se encuentra temerosa de aceptarlo ante los demás y ante sí misma.
Pero por otro lado, su devastadora historia me hizo recordar algo que había sabido por años ya, pero que había evitado adoptar abiertamente como posición. Sucede que ignorar la realidad se vuelve difícil cuando se mira a una víctima a los ojos: No hay absolutamente nada bueno ni redimible en ninguna religión.
Obligado por la irrefutabilidad de esa simple verdad, me admití a mi mismo por primera vez que no solo soy ateo, sino que también soy un ferreo anti-teísta. Y sabía entonces, como lo sé ahora, que expresar esto ante familia y amigos, inevitablemente desencadena una respuesta automática (yo diría más bien condicionada) sobre caridades y orfanatos y hospitales y otras mil cosas lindas. Esa respuesta es tan inmediata por el simple hecho de que todos los creyentes, sin excepción, han sido adoctrinandos para pensar que todas esas cosas bellas son propias de la religión en la que fueron instruidos, y para pensar que estas ocurren principalmente (o solamente) gracias a dicha religión.
Pero se equivocan gravemente. En verdad les digo que toda benevolencia hecha en el nombre de cualquier religión, ocurre también sin necesidad de ella. No existe ni ha existido persona en el mundo que pueda nombrar un solo acto de bondad el cual sea imposible de concebir o de llevar acabo por un no creyente. Pero yo sí puedo nombrar actos de infinita crueldad y estupidez que solamente son concebidos y perpetrados por aquellos que piensan que tienen a algún dios de su lado.
El día que desaparezcan las religiones, seguirá habiendo caridades, seguirá habiendo actos de bondad, de valentía y de heroísmo en el mundo. Pero serán mejores, más admirables y más inspiradores, pues ocurrirán por mejores motivos que la promesa de vida eterna o la amenaza de castigo eterno. Ocurrirán por la simple empatía y compasión humana que existen en todos nosotros (descontando claro a los psicópatas y sociópatas), sin necesidad de creer en ningún dios.
No necesitamos de ninguna religión para ser buenos, pero vaya que sí necesitamos deshacernos de ellas para ser mejores. No es necesario tener que vivir los horrores de la religión extrema y fundamentalista, como el caso de la mujer de mi relato, para que podamos llegar a concluir esto tan simple: No existe ningún motivo racional para creer en ningún dios. No existe ningún motivo para rendir nuestra lógica y capacidad de pensar para creer en nada ni nadie, solo para sentirnos bien.
Destierren de sus mentes y de sus vidas, si es que pueden, todas las ideas horribles en las que fueron adoctrinados y descubran la belleza, la inspiración y la felicidad que vienen con saber que este mundo y nuestras vidas son lo que hacemos de ellas y que no necesitamos ni permiso ni mandato divino para ser felices y para ser buenos los unos con los otros.
Foto: @baalzabut
Ángel Castrejón
Ateo natural y anti-teísta estridente
Profesionista en Administración y Finanzas por necesidad y avara ambición. Enemigo férreo de la superstición y la irracionalidad, apasionado del pensamiento crítico, la ciencia y la ciencia ficción. Se sabe todas las canciones de misa.