Escribo este texto por dos razones, una es que recientemente encontré en Netflix una película basada en el libro Grace and Grit, Spirituality and healing in the Life and Death of Treya Killam Wilber. Confieso que empecé a verla pero no la terminé: me pareció muy mala e injusta con un libro que me afectó profundamente y cuyas intuiciones siguen pareciéndome muy generosas y compasivas con sus lectoras y lectores.

La otra razón es que ahora soy una persona de apoyo y ayuda, de un paciente con cáncer.

Hace como 30 años leí este libro de Ken Wilber, quería familiarizarme con su teoría integral porque en los noventa, en medio de mis lecturas de Rajneesh y Jidu Krishnamurti y mi incipiente formación como psicoterapeuta, ya había encontrado múltiples referencias a su trabajo, que puede entenderse como una gran y erudita síntesis, o incluso diálogo, entre las tradiciones de pensamiento oriental y occidental.

Grace and Grit me cautivó y me conmovió mucho, porque escrito a dos voces, la de Wilber y su entonces esposa Treya, cuenta la historia del acompañamiento amoroso y el proceso que vive una pareja cuando descubre que uno de ellos tiene cáncer (aunque durante la lectura se vuelve evidente que los familiares de los pacientes también “tienen” o padecen la enfermedad a su manera).

Es uno de esos tantos libros que presté y no me devolvieron; pero aunque no lo he releído en varias décadas, hay algunos pasajes, momentos y frases que se quedaron grabados en mi memoria.

Uno de ellos es el que se refiere a la práctica del Tonglen, una tecnología de sanación del Budismo Tibetano cuyo mecanismo fundamental es, nada sorprendente en esta tradición, la compasión. En el Tonglen el practicante hace un ejercicio de meditación y visualización en el que imagina que, a cada inhalación, absorbe una sustancia oscura (la enfermedad) del paciente, la lleva a una hoguera para vertirla en el fuego (la conciencia que todo lo transmuta) y al exhalar, regresa al paciente una sanadora luz blanca.

Wilber relata que en el curso de Tonglen que tomó junto a otros participantes, durante la sesión de preguntas y respuestas, uno de ellos, preocupado, preguntó: ¿y si nos enfermamos al inhalar la enfermedad? a lo que el instructor, un monje budista (imagino que con un gesto de compasión y paciencia infinitas) respondió algo como:

Si practicas budismo sabes que el origen de todo el sufrimiento es el “yo”; es el mismo “yo” el que se preocupa por enfermarse al sanar a otra persona; así que si se enferma o incluso se destruye el yo, no es algo que deba preocuparnos, al contrario.

Este anécdota me recordó con qué frecuencia los occidentales nos acercamos a las tradiciones orientales, tal vez inevitablemente, con la mentalidad del consumidor y su racionalidad económica; es una imagen que sintetiza nuestro predicamento como una civilización adicta a la satisfacción inmediata, esencialmente egótica, una civilización con narcisismo terminal.

Otro momento memorable es cuando Treya y Wilber se refieren a la falta de compasión y crueldad implícitas en la propuesta que Louise Hay popularizó en su bestseller de autoayuda “Tú puedes sanar tu vida”. Esta afamada autora propone que cada persona es directamente responsable de las enfermedades que padece: las produce por medio de sus patrones de pensamiento y hábitos mentales y emocionales. Treya relata que esta perspectiva resulta ser de una gran crueldad para el paciente con cáncer, ya que ella misma se descubre cuestionándose, compulsivamente y con un gran sentimiento de culpa, sobre las posibles acciones, hábitos o decisiones que podrían haber causado su cáncer: ¿comí demasiada carne, tomé demasiado café? ¿pasé mucho tiempo resentida o sin expresar mi enojo?

Esta caída en cuenta, acerca de la futilidad y hasta sadismo de esta noción sobre la enfermedad, se vuelve más plausible cuando Ken y Treya coinciden, en una sala de espera de un hospital, con otro paciente de cáncer. Se trata de un hombre, relativamente joven, que ha sido un atleta toda su vida, que no ha fumado nunca y que padece cáncer de pulmón. Al despedirse de ellos, para entrar a su consulta, emite una de las frases más memorables del libro: bienvenidos al misterioso mundo del cáncer.

Otro de los momentos más entrañables del libro (y que desemboca en otra frase que se quedó grabada en mí) es cuando Wilber, atormentado y desgastado por el esfuerzo cotidiano de ser la persona de apoyo de Treya, decide acudir a un grupo de ayuda para familiares de pacientes con cáncer. Para ese entonces, el acompañamiento a su esposa los ha llevado a un gran deterioro de su convivencia y a frecuentes enfrentamientos. Es en las sesiones de ese grupo donde aparece una de las frases más demoledoras, memorables y, al mismo tiempo, compasivas de la historia. Wilber acepta que siente odio por Treya, la mujer a la que ha amado como a nadie en su vida; en ese grupo la ayuda se manifiesta con una frase (¿herramienta semiótica?) que le ofrece un espacio generoso para acomodar y entender lo que, con gran dolor y culpa, está sintiendo: “el odio es amor hambriento”.

Hay mucho más en el libro de lo que puedo recordar y describir con detalle: un recuento de los tratamientos y el entendimiento convencional que ofrece la medicina occidental sobre el cáncer; una erudita exposición de la metafísica subyacente a las tradiciones orientales y su entendimiento a cerca de la enfermedad; así como una larga lista de los tratamientos llamados alternativos, disponibles en ese momento.

Sin duda regresaré a terminar la película, más como un ejercicio de disciplina crítica y curiosidad, que por su manufactura y valores de producción; pero valgan estas líneas como una invitación a los pacientes de cáncer, a sus familiares y personas de apoyo, a leer el libro de Ken y Treya Wilber: un testimonio entrañable de que el cáncer es otro misterio y expresión de la vida, no una batalla que se tiene que luchar, o que se puede ganar o perder (una perspectiva que siempre me ha parecido de una cursi estulticia y deudora de las metafísicas dualistas y las religiones abrahámicas).

Mi solidaridad y apoyo a todas, todes y todos quienes padecen esta aparentemente caótica proliferación celular, directamente en sus cuerpos, así como quienes la padecen en sus seres queridos y en sus ejercicios cotidianos de esperanza, fe o de expectativas probabilísticas sobre el desenlace de sus propias historias.

Enfermedad y padecimiento no son la misma cosa. El lenguaje es un ser vivo y lo que hacemos con él, con la manera en la que nombramos las cosas o los eventos, puede transformar nuestra experiencia y nuestra relación con ellos.

El cáncer es una oportunidad, que a veces parece un acorralamiento, para resignificar nuestra identidad, nociones, certezas y convicciones fundamentales.

Hay mucha literatura al respecto (que tengo aún pendiente; como Desmorir, de Anne Boyer, que inicié y aún no termino) y también muchos testimonios e historias cercanas que quisiera conocer.

Soltaré este texto con otra frase que recuerdo de manera imprecisa, de otro libro que leí más o menos en la misma época, cuando creí buena idea convertirme en un psicoterapeuta corporal transpersonal: la dignidad humana radica en darnos cuenta de que lo que nos une, y evidencia nuestro sustrato común como personas, es el sufrimiento.

Llegará un momento (ojalá) en el que nuestras plegarias (si es que aun practicamos ese ejercicio egótico) no tengan respuesta, en el que nuestra fe y esperanza (si aún practicamos ese tipo de procrastinación) aparezcan claramente como inútiles y hasta ridículas; en ese momento espero encontrarnos, todas, todes y todos, para bailar juntos en la intemperie, bajo la lluvia del misterio.

 

Foto: @baalzabut

Alberto Nava (BaalZabut)

Alberto Nava (BaalZabut)

Vudúcrata Cero

Expolitólogo, expsicoterapeuta corporal transpersonal, expublicista, exsanyasin. No supo lo que tenía hasta que le hizo acupuntura a distancia.