Las personas que emprenden, con algún grado de obsesión o compulsión, el trapero camino de las, los y les candidates a puestos de representación popular, pasan una buena parte de su tiempo sosteniendo una máscara cuya efectividad es inversamente proporcional a la conciencia de su propia deshonestidad.

“Trapero” porque tarde o temprano llega el momento, en el que toda candidata, candidato o candidate que esté dispuesto a cualquier cosa para ganar, usará la bandera de su país, de su partido o cualquier bandera a la mano, como un trapo con el que intentará borrar de su cara las huellas de esa máscara cuya ausencia siempre grita, con autenticidad que envidiaría cualquier profesional del discurso político:

¡Estoy mintiendo!

Las, los y les candidates militantes de sí, siempre quieren hacernos creer que su misión, su candidatura, su campaña y su plataforma política solo existen para ayudar a los demás; la mayoría de estos profesionales de la seducción, manipulación y virtud cívica, podrá incluso autoconvencerse por momentos de que no se trata de sí mismos; se trata de su tierra, de su gente, se trata del beneficio de su comunidad.

Las, los y les candidates más profesionales lograrán eventualmente integrar esa máscara a su persona (esa otra máscara) usando un pegamento muy resistente, mezcla en partes similares de vanidad, pensamiento simbólico e impulso biológico de supervivencia. Cuando esto sucede, empiezan a llamar integridad moral a esa integración funcional y ocasional de sus impulsos fisiológicos más básicos, con las aspiraciones narcisistas más neuróticas: su comunicación cotidiana se vuelve compulsiva y empiezan a mentir desde el hipotálamo. En ese momento cualquier impulso sináptico y sus consecuencias biomecánicas, psicoemocionales o sociopolíticas quedarán perfectamente justificadas en su estructura y procesos mentales. Todo sea por la patria y el pueblo.

No deberíamos sentir sino compasión por las, los y les candidates a puestos de representación popular. Ellas, ellos y elles no son los únicos responsables de su eventual psicosis y narcisismo terminal. Nuestra sociedad civil aún no madura lo suficiente para superar la necesidad de ese subterfugio psicológico que es el liderazgo religioso y político, con todas sus variantes.

La persistencia del pensamiento religioso es una amarga forma de recordar lo destructiva que puede ser esta codependencia entre líderes y seguidores, representantes y representados, cruzados e infieles, víctimas y victimarios. Una destrucción impulsada por el potente combustible orgánico que resulta de albergar fe, esperanza y miedo, bajo un mismo refugio existencial.

Por ferviente que sea su promesa, las, los y les candidates nunca pueden efectivamente quitarse de en medio: la sombra de su superego siempre los traicionará masticando ese cliché que son las viejas nuevas ropas del emperador.

De manera similar a la invitación (didáctica y psicodinámica) que hace el psicoanálisis para «matar al padre», deberíamos considerar, aunque no es algo que deberíamos pronunciar de manera abierta o irresponsable (menos en un país donde los asesinan todo el año), matar simbólicamente al candidato: matar la imagen del liderazgo e introyectarlo para superar nuestro infantilismo cívico.

O en todo caso, una candidata, candidato o candidate consciente de esta (aparente) imposibilidad, sabría que la única tarea sensata y honesta en sus manos es irrealizable: la de borrarse a sí mismos, con todo y sus aspiraciones, deseos y metas personales; como si pudieran levitar jalándose, con determinación, de las puntas de sus calcetines.

La República de Platón ya lo había prefigurado en esa paradoja: el mejor candidato, el gobernante ideal es el Rey Filósofo (ahora también una Reina Filósofa): una auténtica filósofa o filósofo jamás querrá ser un gobernante.

¿En qué creemos cuando creemos que necesitamos líderes virtuosos para gobernar?

Foto: @baalzabut 

Baalzabut

Baalzabut

Vudúcrata Cero

Expolitólogo, expublicista, expsicoterapeuta. No supo lo que tenía hasta que le hizo acupuntura a distancia.