¿En qué consiste nuestra personalidad? ¿Hablamos de algo que viene determinado por los astros? ¿Algo que moldeamos? ¿O es el resultado de un algoritmo personal, resultado tanto de lo que vemos como de nuestros desequilibrios químicos?

No creo en la primera hipótesis, aunque me resisto a creer del todo en la tercera, por más que haya argumentos sólidos al respecto. Más bien, pienso en algún punto intermedio: admitiendo que no hay tal cosa como la originalidad, cada uno de nosotros procesamos la información que recibimos y, con nuestras particularidades, tejemos algo distinto.

En ese sentido, hay eventos que, de alguna u otra forma, llevan a que cambiemos la forma que vemos determinadas situaciones, haciendo que tomemos decisiones que moldean nuestras vidas. No hablamos de algo programado, sino de pequeñas epifanías y accidentes que modifican nuestra relación con el mundo. Tampoco son eventos plenamente identificables en retrospectiva: a veces son algo que simplemente se queda en la mente, hasta que de pronto termina de germinar. 

También, como sucede con este tipo de procesos, una noticia puede desencadenar una serie de recuerdos que, en momentos por asociación y otros por un esfuerzo por traer de nuevo a la mente, admitiendo con ello alguna falsificación, me llevaron a pensar en tres películas que moldearon mi actitud hacia lo público. ¿Cuál fue el acontecimiento detonante? Lo verán en su momento.

El jardinero idiota

El primer recuerdo que presento es literalmente en blanco y negro, analógico y con mal doblaje. Alguna noche, al cambiar de canales la tele durante los primeros ochenta, me topé con una película en Canal 5 y, a falta de muchas alternativas en esos años, no le cambié.

La trama: un hombre con retraso mental, que vivía con una millonaria como jardinero, es echado a la calle tras la muerte de su protectora. De pronto, es atropellado por un automóvil y su conductor, preocupado, lo lleva al hospital. Cuando le preguntan el nombre al jardinero, lo único que pudo decir que se llamaba Chauncey y era jardinero.

El nuevo protector, un político con aspiraciones presidenciales, lo tiene en su casa unos días y comienza a interpretar las expresiones de Chauncey como metáforas para sus discursos de campaña. Emocionado, llama a sus asesores y el jardinero, ahora llamado Chauncey Gardenier, se convierte pieza clave en su equipo, ganando con ello las elecciones. Al final, el político gana y Gardenier, sin haber tenido idea de lo que había pasado, simplemente se aleja.

Aclaro: estoy narrando lo que recuerdo de la película, pero me quedó en la cabeza la idea sobre cómo la gente escucha lo que desea escuchar, especialmente cuando se trata de política. Derivado de ello, también reconocí que, cuando alguien desea creer algo, puede idolizar a otros, aun cuando no estén a la altura de esas ensoñaciones.

Hace apenas unos meses, en una conversación con un amigo, supe que la película se llama Being There, protagonizada por Peter Sellers. Sabiendo eso, sigo sin saber si deseo redescubrirla, o si deseo quedarme con esas semillas que dejó en mi mente. 

El tedio de la inmortalidad

Como muchos, asocio de inmediato al recién fallecido Sean Connery como James Bond, aunque también hay otros papeles que me son entrañables. Va uno del que pocos hablan: Zed en Zardoz, dirigida por John Boorman. También vi esa película por televisión, aunque ya a color y por Canal 11. 

Primera escena, un hombre, con pinta de bufón y rostro simpático, dice que es inmortal y no hay nada que más desee que morir. Corte a una banda de exterminadores que reciben armas de un “dios”, que en realidad es una nave con rostro severo y fiero: el dios Zardoz. Su misión: mantener a raya a una población empobrecida y temerosa, en un mundo post apocalíptico.

Uno de los exterminadores, Zed, entra un día en la nave y llega al santuario: una colonia de supervivientes inmortales. Aunque se pensaría esta élite vive una utopía, en realidad el hastío ha llevado a pequeñas comunidades de eternos jóvenes y parias a quienes se les impuso el castigo de envejecer. El exterminador descubre la cultura del pasado, la farsa del dios (juego de palabras a partir de Wizard of Oz) y es el factor disruptivo para el declive de esta distopía. Mientras irrumpen los demás exterminadores, los inmortales les piden de favor que los maten de una vez.

Al final, el ciclo de la vida se restablece, con Zed y una de las otrora inmortales hacen una familia, crían un hijo, y se da a entender que mueren de por vejez.

Años después encontré la novela, escrita también por Boorman, y recordé lo que me quedó: la conciencia de la muerte da sentido a una existencia, todo credo es usado por otros para dominar y el engaño forma parte de todo orden de gobierno. Claro, las creencias están para ser asumidas por todos, salvo por sus creadores. La muerte de Connery me hizo recordar la película y, con ello, las asociaciones que forman este texto. Pero todavía falta una.

La antesala para Monty Python

 ¿Por qué elegí la ciencia política? Quizás porque la única materia que realmente disfruté en la primaria fue ciencias sociales, especialmente la historia. ¿Por qué la historia? Si voy muy atrás, pienso en un programa de televisión viejo llamado Encuentro de Opiniones, donde se reunían actores disfrazados de personajes históricos, quienes debatían sobre su vida y obra. Aunque no recuerdo nada de los guiones, siempre me pareció fascinante como cambiaban los vestuarios y costumbres con el paso del tiempo. Poco a poco, eso fue llevando a una noción de cronología y de ahí al interés por entender contextos, causas y efectos. ¿Por qué, de todas las disciplinas, la ciencia política? Porque tenía la idea, cuando elegí la vocación, que era la disciplina social que mejor me permitiría “no morirme de hambre” – solo que también me apasionó.

Todavía estaba en la preparatoria cuando vi The Adventures of Baron Munchausen, de Terry Gilliam. La película se basó sobre un personaje ficticio del siglo XVIII creado por un escritor llamado Eric Raspe y, como sucede habitualmente, fue retomado por otros autores en las siguientes décadas.

El encanto del personaje es su forma de inventar situaciones exageradas y abiertamente inverosímiles, en un contexto satírico. Por ejemplo, salir de un pantano al jalar su trenza y quedar suspendido en el aire. O viajar a otros planetas y ver como los extraterrestres eran versiones exageradas de nuestros vicios y virtudes, de manera similar a lo que hizo Jonathan Swift con su Gulliver. Como derivación, se conoce como Síndrome Munchausen al trastorno facticio, donde una persona engaña a los demás haciéndose el enfermo, enfermándose a si mismo o haciéndose daño. 

La película es típica de Gilliam: el choque entre la razón y la imaginación, donde la segunda prevalece, aun cuando parezca ser derrotada por la primera. Ese es el tema recurrente, cambiando circunstancias y temas entre obra y obra. Pero eso lo veo en retrospectiva.

Las aventuras del Barón Munchausen abrió una posibilidad: jugar con lo conocido, como los dioses y agregarles un toque profano. Recuerdo a Uma Thurman, en el papel de Venus, surgiendo de una concha, justo como en el cuadro de Botticeli, ante la mirada deseosa de Vulcano. La división entre cuerpo y alma la protagonizó Robin Williams, como el rey de la Luna. Las imágenes, entre teatro del siglo XVIII y algo más moderno, me hicieron ver que se puede jugar con todo: nada es sagrado y tampoco existen las reglas, si se trata de crear. El juego es abrir posibilidades siempre, y eso nos hace humanos.

Poco después de esa película, me encontré con lo que Gilliam hizo como parte de Monty Python. Pero esas son otras historias.

Fernando Dworak Camargo

Fernando Dworak Camargo

Politólogo

Analista y consultor político. Experto en temas legislativos. Melómano.