Dicen que uno no la elige. Es ella quien nos encuentra para que la tengamos en nuestra vida; y si hay quienes se relacionan con ella por medio de una liturgia que proviene del catolicismo, otros elegimos tenerla a nuestra manera, a veces desde un satanismo intelectual, o en la apostasía del samadhi y su sadhana, a veces como la gracia para permanecer en el momento presente, libres de miedos  y deseos.

Cuando pensé en la primera vez en que nos encontramos, creí que había sido por Andrew y su libro, pero luego recordé a Carmen.

Escucha el podcast que grabamos con Andrew Chesnut, profesor de estudios religiosos en la Virginia Commonwealth University y experto en La Santa Muerte:

EPISODIO 6

Fue hace más de veinte años, cuando trabajaba en esa agencia de publicidad en Santa Fe. Antes de que hicieran los puentes de los poetas y de que terminaran de cubrir todos esos basureros, con edificios de departamentos. En el camino que recorría diariamente y que pasaba al lado de varios terrenos aún valdíos, vi primero a los perros.

Casi todos eran cachorros de unos pocos meses que se paseaban al borde de esa calle sin banquetas. Los autos pasaban a unos centímetros de ellos, algunos a gran velocidad y yo, y el fatalizador integrado que hay en mi mente, imaginábamos cómo los atropellaban.

No recuerdo bien, pero creo que fue la vez que decidí comprar esa cinta amarilla que se usa en construcciones. Conduje ahí a la hora de la comida, dejé mi auto al borde de la calle con las luces intermitentes. Me bajé y desenrollé unos cinco metros de esa cinta de plástico que amarré a unos arbustos, para advertir a los conductores sobre la presencia de la jauría y para que los perros tuvieran un poco más de espacio para jugar en esa estrecha calle. Creo que esa fue la primera vez que la vi.

Era muy pequeña, menos de un metro sesenta. Tendría unos setenta y tantos entonces. Su rostro estaba cubierto de arrugas y de tierra. Su cabello era blanco, aunque se veía gris por el polvo. No recuerdo en detalle su atuendo, estaba sucio, roto y desgastado e incluía bolsas de plástico con las que se cubría del sol y de la lluvia.

Su voz era grave y contrastaba notoriamente con su frágil complexión y su boca sin dientes, un contraste que solo se profundizó con cada una de sus palabras y con la fuerza con la que brotaban.

—¿Cómo te llamas?

— Alberto, ¿y tú?

— Me llamo Carmen.

— Y, ¿dónde vives? 

— Aquí, en este terreno.

— ¿Son tus perros?

— No, yo soy de ellos.

Fui a visitarla muchas veces; confieso que le llevé comida a ella y a los perros, le regalé una casa de campaña cuando llegaron esas lluvias (cuando llovía así pensaba en ella y en si cabrían todos los perros dentro), le regalé ropa, linternas y cuanto me inspiró esa sensación, mezcla de impotencia y de fascinación por el contraste entre su aparente fragilidad y la fuerza y seguridad con la que ella vivía al intemperie: la manera en que se paraba en la calle, como si todo a su alrededor le perteneciera, pero sobre todo por la forma en la que hablaba conmigo, con una gran familiaridad, cercanía y con esa férrea convicción que acompañaba cada una de sus palabras. 

Cuando me pregunto en qué ocasiones he romantizado la pobreza en este país y hasta qué grado he sido un egoísta y narcisista cívico, recuerdo que siempre supe que Carmen podía ayudarme más de lo que yo a ella. 

Aunque no recuerdo muchos detalles de nuestras conversaciones, no he olvidado la intensidad que emanaba de su presencia, de su voz y su mirada, a veces fiera, que parecía oscilar entre valentía, sabiduría y una inclemente belicosidad cuando me hablaba, siempre de manera vaga, de quienes habían intentado hacerle daño. 

Decidí invitar a compañeras y compañeros de trabajo a conocerla, pensé que así seríamos más quienes podríamos ayudarla a ella y a los perros. Pero ni ese compañero híper católico (caridad, fe son obras, etc) ni los otros y otras, regresaron. Ella me preguntó después, en varias ocasiones, por ellas y ellos y les mando saludos; recordaba perfectamente cada uno de sus nombres.

Empecé a ir a comer con ella algunos días de la semana, ahí al borde del camino; aunque Carmen siempre guardaba la comida que le llevaba y prefería verme comer. Fue en una de esas conversaciones que noté su dije, colgando cerca de su cuello.

— ¿Qué es eso, Carmen?

— Es mi flaca preciosa.

— Y, ¿por qué la traes ahí?

— Para acordarme siempre. Yo le pedí a dios, a Jesús, a la virgen, y todos me dieron la espalda, solo cuando le pedí a ella, entonces ella sí me respondió. Por eso es mi niña linda, mi flaca preciosa y en ella confío…

Ese fue nuestro primer encuentro y la primera persona devota que conocí y que me habló así de ella. Carmen tenía una fuerza insoslayable en la mirada, en su voz y en la manera en que agradecía todo: su vida, sus perros y lo que llegaba a sus manos.

Carmen me dio algo cuyo origen, entendí, ella atribuía a su amada niña; vino en forma de su agradecimiento, envuelto en las palabras que me obsequió siempre viéndome a los ojos.

Más de veinte años después, Andrew me contó que intentó escribir un libro sobre la Virgen de Guadalupe pero durante meses no pudo avanzar. Fue en el proceso de investigación de ese proyecto cuando ella lo encontró y lo eligió. Así, el Doctor Andrew Chesnut escribió Devoted to Death: Santa Muerte, the Skeleton Saint. Gracias a su trabajo y a nuestras conversaciones, recordé a Carmen.

Aunque no hay estimaciones robustas, Andrew calcula que hay doce millones de personas en el mundo devotas de la Santa Muerte y al menos siete millones, viven en México. Se trata del movimiento religioso de mayor crecimiento en occidente, en los últimos veinte años.

Aunque prevalece el estigma y la ignorancia al respecto de su feligresía, quienes rinden culto a la Niña Blanca pertenecen a un amplio espectro social, cultural y confesional. No se trata solo de delincuentes, sicarios o de policías o soldados, de gente que vive en constante riesgo de una muerte violenta.

No obstante que muchos adeptos habitan los márgenes sociales, desde el trabajo sexual o las disidencias sexo-genéricas, entre los que agradecen sus milagros también hay: católicos nominales o culturales, practicantes de santería, satánicos varios y personas cuyas actividades académicas o profesionales son bastante convencionales, como estudiantes, amas de casa, médicos, arquitectos, artistas y demás.

México vive tiempos de “mala muerte”, un concepto que se repite entre quienes intentan explicar el crecimiento de este fenómeno religioso, social y cultural. Se necesita a una verdadera “chingona”, como también la llaman, para proteger de la violencia y del desamparo en que vive una gran parte de la población, en un país con una guerra que ha convertido a su territorio en una gigantesca fosa clandestina.

Entre la gran diversidad de devotos de la Santa Muerte, quienes se han quedado al margen —al borde del camino, como Carmen — quienes viven en la periferia de la norma, del capitalismo y de la democracia, o quienes manifiestan algún tipo de disidencia ante las instituciones religiosas, políticas y sociales tradicionales, son quienes más abiertamente manifiestan su devoción a ella y a quienes encontramos cada día primero del mes, en la calle de Alfarería 12, en el barrio de Tepito, donde Doña Queta nos recibe, en el templo que abrió al público hace más de dos décadas.

La santísima no distingue, ella nos ve a todos igual, no nos juzga y nos acepta por completo. No es casualidad que en la comunidad LGBTTI+ haya una gran entusiasmo por La Flaca.

Para algunas personas la Santa Muerte es un símbolo (y no un diábolo), un arquetipo del imaginario colectivo que une a quienes no encuentran refugio en las deidades o liturgias institucionalizadas y gestionadas por las religiones. Para otras personas es más real y poderosa que la promesa incumplida de dios y todos sus santos.

Ese es el atractivo de la Niña Blanca, no solo sus milagros, sino su abrazo: que acepta a todas las personas por igual sin importar su credo, su religión o apostasía, sin importar lo imperdonables, lo desahuciadas, perseguidas, marginadas u olvidadas que sean.

Hace más de treinta años que no creo en dios. Estoy convencido de que es la idea más nociva y destructiva que ha creado la mente humana. De igual manera tengo la convicción, basada en evidencia histórica, de que la religiones han hecho y hacen más daño a la humanidad que cualquier arma de destrucción masiva.

Pero también creo que la fe y la esperanza son tan inevitables como peligrosas y que es absurdo, inútil y dañino pensar que el problema radica en las personas creyentes.

He encontrado en La Santa Muerte un camino de creación y autoconocimiento, basado en la certeza de que la muerte no es lo opuesto de la vida, y en el reconocimiento de mi gran ignorancia ante el misterio de la vida, el verdadero y auténtico milagro. 

Hoy, en un acto lúdico y de creatividad, confecciono un atuendo no tanto para protegerme de la intemperie, sino para salir a bailar a la lluvia, este atuendo es una plegaria en la que no pido nada pero en la que celebro todo:

En ti confío, porque eres la única certeza y el camino de regreso. La igualadora, la verdadera demócrata.

Eres el llamado y el recordatorio: la muerte no es el opuesto a la vida, la muerte es la madre del nacimiento, la vida es eterna.

Gracias, Doña Queta por recibirnos.

Fotos: @baalzabut

Baalzabut

Baalzabut

Vudúcrata Cero

Expolitólogo, expsicoterapeuta corporal transpersonal, expublicista, exsanyasin. Escritor, guionista y fotógrafo.

No supo lo que tenía hasta que le hizo acupuntura a distancia.