Claves para entender la ‘cultura de la cancelación’, sus usos y abusos.

Escucha el Episodio 4 del Podcast de Los Vudúcratas: ¿En qué creemos cuando creemos en la cancelación? Invitado: Jorge Romero

No hace ni dos días, el pasado miércoles, la plataforma chauvinista del partido republicano, Trump mismo y sus secuaces en la convención nacional del Partido juraron defender la libertad de expresión y luchar contra la ‘cultura de la cancelación’ – en una de seis ‘resoluciones’ francamente idiotas que buscan suplir una plataforma (el partido decidió *no* lanzar una plataforma este año) y hacer de ‘pan y circo’ para su base electoral. Puede ud. leer la resolución acá (ya me dirá si no es idiota). Se apropiaron así del lenguaje de una carta publicada hace poco más de un mes, por partes iguales célebre e infame, ahora conocida como la carta Harper, suscrita por un no-tan-amplio grupo de intelectuales privilegiados para prevenirnos del riesgo anti-democrático y anti-liberal de la ‘cancelación’: una nueva forma de protesta popular, habilitada por la proximidad que fomentan y el alcance masivo que tienen las redes sociales, basada en que la idea de ‘cancelar’ a alguien por una transgresión, opinión o exceso percibido se extiende como reguero de pólvora y le representa un costo a la reputación (y al bolsillo) de quien es virtualmente ‘cancelado’.

Algo está mal cuando las voces más oscuras, fascistas y autoritarias de los Estados Unidos hacen eco de las mejores intenciones de intelectuales progresistas como Noam Chomsky, Todd Gitlin o Michael Walzer—aunque es de notar que fueron muy pocos intelectuales de izquierda que firmaron la carta, la mayoría estando en el lado opuesto del espectro, incluyendo a nuestro también célebre e infame Enrique Krauze, firmemente en la derecha. Algo está mal y quiero abundar sobre ello, si me regalan unos minutos. Se va a poner bueno y hasta vamos a hablar de Molotov (y Marta Lamas). Pásenle por acá…

En primer lugar, hay que decir que la cancelación está generalizada en el mundo. No es exclusivamente gringa ni exclusivamente anglo – se da en México como en Sudáfrica, en inglés como en español… o árabe o japonés. Ello se debe a que la cancelación es un recurso para confrontar el privilegio (y muy especialmente el abuso desde el privilegio), y esa confrontación es universal. No deriva de pulsiones antiliberales, de una supuesta ‘fragilidad’ o una indisposición de las nuevas generaciones a ‘argumentar’. Es resultado de que hay formas baratas y democráticas de trazar lazos de comunicación y solidaridad. Y de que desde ahí es más fácil rechazar y resistir las transgresiones y bravuconerías de quienes niegan derechos, desconocen la dimensión estructural del racismo (o el sexismo, la transfobia u otras formas de discriminación), mienten o hacen ‘bullying’.

En segundo lugar, hay que decir que los argumentos de ‘la carta’ son reduccionistas y falaces. La carta propone que la libertad está amenazada por una disposición de masa que censura. El recurso a la ‘cancelación’ representa así un exceso (intimida a los intelectuales ‘buenos’) y un riesgo a las libertades (condiciona su trabajo), y a la democracia misma (por aniquilar la diversidad de voces). Esta argumentación es falaz porque hace de una élite privilegiada víctimas del vulgo, cuando la simetría de poder, medios para defenderse y capacidad de influencia claramente sigue en manos de unos cuantos, ‘cancelados’ o no. En ningún caso la cancelación ha representado una censura eficaz, o la pérdida de medios de vida. Pero además, este reduccionismo elude la prueba de oro de la argumentación: los argumentos deben poder defenderse de la crítica, no son defendibles sólo por haber sido expresados, tema sobre el cual se ha escrito mucho en la filosofía política contemporánea; y pone en un mismo saco todo tipo de argumentos—igualitarios, esencialistas, apología de la violencia o premisas que niegan la validez de la interlocución o anulan derechos. En la lógica de la carta, todos los argumentos valen por igual, como si no lleváramos doscientos cincuenta años discutiendo sobre las diferencias entre argumentos, y la importancia de sustentarlos, y alinearlos a nuestra aspiración democrática, constitucional y garantista. En esa visión reduccionista, lo que está mal es la ‘cancelación’ y ya. Ni hablar de escudriñar las asimetrías de poder que hacen necesaria la cancelación como forma de protesta, o la importancia de la cancelación para defender derechos y a grupos especialmente vulnerables… No se podía esperar mucho, la carta tenía apenas unas 500 palabras. Y mucho privilegio. Y el privilegio pesa.

Usted probablemente supo de la carta–fue rápidamente reproducida y loada en España y en América Latina (tan lejos de dios, y tan cerca del conservadurismo acrítico), en piezas en El País, el ABC, y La Vanguardia. O ha escuchado los argumentos que nuestros opinólogos conservadores repiten acríticamente para ‘defender’ la libertad de expresión, y cuestionar la ‘corrección política’. Permítame ser conciso: no hay mucha argumentación detrás de ese conservadurismo.

Lo que *no* reprodujeron nuestros limitados medios fueron las críticas casi inmediatas, certeras y tenaces a estas falacias por parte de autores jóvenes y diversos. Con mayor precisión analítica que la de aquellos intelectuales privilegiados (un poco lerdos, la verdad, un poco boomers). Permítame llamar su atención a algunas de estas respuestas:

En su ‘columnita’ en CNN Jeff Yang argumenta que la carta es contradictoria en sus términos, como acabo de señalar arriba, porque critica la ‘cancelación’ sin abundar en las razones de su legitimidad o su validez como recurso para confrontar argumentos falaces o anti-derechos. Pero además adelanta que la carta (y sus términos) serán usados por quienes quieren, precisamente, anular opiniones contrarias (como demuestra, seis semanas después, la ya mencionada ‘resolución’ de Trump y su partido proto-fascista).

En un interesante intercambio en The Guardian, un grupo de analistas, incluyendo a un firmante original de la carta, argumenta que ésta confunde todo tipo de argumentos como si fueran igualmente válidos, señala que no todos los argumentos deben ser igualmente tolerados, y concede que lo que preocupa es el ‘abuso’ de la cancelación cuando no es justificada (algo que no hace la carta original).

En una vorágine leída 9 mil veces desde su publicación el 8 de julio, Jessica Valenti explica por qué la carta es especialmente perniciosa: esconde que detrás del miedo y la victimización de estos intelectuales hay argumentos de hecho antiliberales, esencialistas, violentos y patentemente falsos, y los nombra: el director editorial del NY Times que publicó una columna que abogaba por la violencia sin haberla leído, un columnista que defendió hasta su despido a abusadores sexuales y depredadores confesos, la infame JK Rowling que propaga una lógica anti-trans sobre la base de falsedades y una visión binaria del sexo más cercana a la religión que a las certezas científicas sobre nuestra sexualidad; y un par más—de personas, todas, que usaron la carta y su falaz argumentación como excusa para justificar sus ideas racistas, sexistas o fanáticas. Esta nota es ejemplar, además, por haber sido publicada por la autora sin filiación con ninguna casa editora o de noticias, en una plataforma abierta e independiente.

Esta otra carta ‘abierta’, firmada por periodistas independientes, detalla los casos de censura para desvelar abusos de poder desde los editores, y evidenciar que los proponentes de la carta no fueron abiertos con todas las signatarias.

Y en una pieza que sí logró llegar al público que lee español (aunque en un medio marginal), además de jugar con una variación de los contra-argumentos anteriores, Jonathan Cook explica que los firmantes no defienden la libertad de expresión, sino su derecho a seguir dominando el debate público y a hacerlo, además, sin consecuencias.

Este nutrido y contencioso debate público, del que acá leemos o producimos poco, evidencia un par de cosas: la ‘cultura de la cancelación’ como tal no existe, es un cuento como el del ‘coco’, con el que ciertos intelectuales quieren asustarnos para seguir propagando lo que producen. Apelar a ello es falaz, porque esconde que el verdadero poder de censurar e intimidar sigue estando con ellos (casi todos hombres, por cierto, aunque no todos). Pero además, la frivolidad de este ejercicio de victimización esconde otros riesgos más palpables y graves a la libertad y a la democracia: *al mismo tiempo* que la policía reprime a golpes y balazos y deja heridas permanentes a protestantes pacíficos en los Estados Unidos contra la brutalidad policial y el racismo sistémico, el riesgo es ser políticamente correctos; *al mismo tiempo* que Trump viola todas las leyes que previenen el abuso de la oficina de la Presidencia para sacar provecho en la elección, el riesgo son los llamados a la cancelación; *al mismo tiempo* que la derecha se consolida en Hungría, Polonia, Rusia y se refuerzan leyes discriminatorias en todo el mundo–que atentan contra los derechos sexuales y reproductivos, la libertad de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, la libertad de culto o la autodeterminación de pueblos y comunidades indígenas–el riesgo está en twitter, en las trabajadoras sexuales que reclaman #CállateBlanca para impedir que feministas blancas y educadas hablen por ellas, en una supuesta generación de cristal que responde a la provocación de molotov. *Al mismo tiempo* que el populismo se consolida en todas las latitudes, incluyendo a México, y se erosionan el acceso a la información, las razones públicas y el estado de derecho, el riesgo es que la chamacada quiere llamar a cuentas a intelectuales y figuras públicas por sus barrabasadas. Un poquito de poh favoh, poh favoh.

Si quiere leer más sobre la cancelación, su origen y sus manifestaciones diversas, hágalo sin pena. Pero no le tema. No les crea. Esta genealogía popular explica, por ejemplo, por qué la cancelación esta tan ascendrada en la cultura de la resistencia negra en los Estados Unidos—solidaria, masiva y siempre confrontativa desde una posición de asimetría. En ella Charity Hudley, académica afroamericana, explica que en esa subcultura de resistencia cancelar es una forma de reconocer que no se puede cambiar la desigualdad estructural, ni acaso el sentir de la opinión pública, pero como personas mantenemos un poder considerable, inconmensurable (estoy traduciendo *y* parafraseando).

Ahí está el secreto de la cancelación – por eso le temen. Porque es un recurso de poder de quienes no tienen poder. Y por eso está tan ampliamente extendida en el mundo. Como pulsión de resistencia, la ‘cancelación’ no es exclusiva de los afroamericanos y del movimiento ‘Black Lives Matter’; de una difusa y temida juventud (de los millenials o la generación Z, de quienes tantas tonterías se dicen y escriben); de mujeres abusadas sexualmente o del movimiento feminista. La cancelación existe donde la asimetría de poder nos limita y las plataformas sociales habilitan. Equivale a un saludo de la porra (en nuestro argot futbolero, desafortunadamente sexista, y homofóbico.) Así que no tema a los esfuerzos por ‘cancelar’, porque ni van a cancelar, ni son un riesgo. Son la afirmación de que aún desde una posición sin poder aparente podemos confrontar, y defendernos, y defender a quien se nos de la gana defender. Y que tiemblen los ‘famas’.

Versión original del texto publicado (con menos epítetos) en Animal Político: «Claves para entender la ‘cultura de la cancelación’, sus usos y abusos.» 

Foto: @baalzabut

Jorge Romeró León

Jorge Romeró León

Norteño profesional/politólogo

Es cronopio, cronopio–con aspiración a ser fama. Estudió filosofía política para no ejercerla, y dedicarse a gestionar proyectos y equipos orientados a nivelar el campo de juego, construir igualdad y transformar la gestión pública. No sabe bien por qué, pero cree en el bien común, en los bienes comunes naturales y en la bondad inherente de las personas. Es director de programas en Oxfam México, socio fundador de Comuna (C8) y vudúcrata de 2da generación.