Me llamo Antígona González y busco entre los muertos el cadáver de mi hermano. 

Sara Uribe

Primer trimestre del año 2011. Para que la droga no llegue a tus hijos, la promesa gubernamental que para ese momento del sexenio, ya vivía en el pasado. La guerra contra el crimen era el estandarte de la administración calderonista y su salvaje paso por la vida de este país, se alzó por todo lo alto y ancho de nuestra realidad. La atroz normalidad de un estado que comenzó apelando a la excepción y se convirtió en contidianidad.

Aquel conflicto surcó poblaciones en tiempo presente y aspiraba a hacerlo en el futuro. La numeralia de muertos y desaparecidos era el plato principal de los medios. Cifras y gráficas sustituían nombres, vidas ejercidas. Los detalles de cada tragedia se postulaban como palabrería inútil ante la data, ante los registros. Los cuerpos, cuando más, se convirtieron en números.

El seis de abril de aquel 2011, se planeó un evento en un municipio de Tamaulipas al que asistiría el gobernador del estado, Egidio Torre Cantú. Había que preparar la logística: micrófonos, templete, back. ¿Quiénes serían los asistentes, cuánto duraría, habría reparto de programas sociales?

Todos esos dilemas debían ser resueltos por un grupo de funcionarios públicos. Entre ellos se encontraba una mujer, quien por ser pertenecer a los mandos del aparato estatal (aunque fuera al de cultura), debía asistir al evento.

Las noticias comenzaron a correr. Entre los cuchicheos se alcanzaba a entender el nombre de una localidad tamaulipeca: San Fernando. La referencia a aquel sitio iba acompañada de la sentencia que habita en la palabra fosa. Un número alarmante: cincuenta y nueve. Cincuenta y nueve cuerpos repartidos entre la tierra y el frío. Cincuenta y nueve subjetividades faltaban en sus comunidades. Cincuenta y nueve restos que mostraban sobre su piel, sobre su carne que la didáctica de la crueldad no está dispuesta a ceder ni un milímetro de los territorios conquistados. Nadie sabía en aquel momento que ese número se convertiría en ciento noventa y tres. Matemáticas de la brutalidad.

Algunos decían que eso era noticia pasada; que el gobernador había contenido la información: “hacía semanas de aquello”. Otros se lamentaban de que las cosas hubieran llegado hasta ese punto; unos cuantos más insinuaban que si se les había encontrado en esas circunstancias era porque habían participado, hombro con hombro, del mundo criminal.

La funcionaria obligada a asistir estaba pasmada. Pensó que habría un minuto de silencio: el duelo como potencia para desencadenar un proceso de enunciación política colectiva. La posibilidad de no olvidarlos, de no olvidarnos. A pesar de no estar en la orden del día, el gobernador pedirá ese minuto, pensaba. No se trata de muertos, sino de asesinados. No se trata de desaparecidos, sino de gente arrebatada de su cotidianidad. No se trata de desconocidos, sino de todos.

Comenzó el evento. La presentación, los discursos, los aplausos. A la espera de la mención de lo sucedido en San Fernando, del minuto de silencio, del reconocimiento de la muerte de esos otros que dan cuenta de estos que somos. Los minutos avanzaron. Más aplausos. La desesperación. El gobernador no llamaba a nada, no mencionaba la tragedia, las fosas, los cuerpos encontrados, la falta.

Llegó el final. La ovación que indica que todo ha terminado. Sin creerlo, se alejó sin decir una palabra. Sus compañeros le hablaban pero ella no contestó. Jamás regresó a ese trabajo y fue, al termino de esa mañana, cuando Sara Uribe, encontró refugio en la escritura y pensó en escribir lo que después se convertiría en esa fractura, en esa cicatriz queloide que es Antígona González.

 Judith Butler afirmó sobre esta pieza que se mueve entre el teatro, la poesía, la reapropiación y la reescritura: «Este brillante y conmovedor libro revive la historia de Antígona para enfrentar la horrible violencia que se vive en el paisaje actual: Antígona, una figura solitaria ante la ley, que enfrenta una muerte segura, invoca una forma de resistencia que es, a la vez, textual y política. La obra de Sófocles resuena a lo largo de este acto de testimonio poético e interpretación feroz, haciendo enfáticas marcas gráficas —precisamente— donde no hay ningún rastro de pérdida[1]«.

Antígona González es un libro permeado por la angustia. No hay esperanza ni mañana, todo cabe en el presente. Antígona nos cuenta la historia de Tadeo, su hermano, quien ha desaparecido. Por eso es que ella no hace otra cosa que buscarlo. Incansablemente. Desesperadamente. Tristemente.

Pronto, la autora resuelve la duda más pueril de Antígona: los desaparecidos no vuelven. De nombre Tadeo en este universo, Polínices en la tragedia griega, salió de casa a trabajar y jamás volvió. Con él se fue la calma. Las noches un pesado rumor, una angustia: “Donde antes tú ahora el vacío”, escribe Uribe. No hay forma de escapar a esa revelación.

Los poemas se intercalan con notas reales de la prensa mexicana. Con estos testimonios desafía las ortopedias lingüísticas de la nota periodística y nos acerca a un dolor multiplicado; registros de luz y aire sobre aquellos desaparecen. La ausencia forzada también tiene materia, una que duele, que pesa.

Tadeo no aparece. No hay noticias. Los periódicos encuentran otros cuerpos, todos sin nombre y en silencio; algunos colgados de los puentes, otros más con el tiro de gracia; otros más devorados por la fauna silvestre.

Antígona continúa su búsqueda, trata de hallar respuestas. Rompe las cadenas con ese mundo que le ha quitado la oportunidad de velar el cuerpo de su hermano. Como la protagonista de la tragedia griega, se arriesga a desafiar al Estado, al crimen, a su familia, a los que la rodean. Hay en ella una desobediencia radical.

Desde la noción hegeliana del dilema al que se enfrenta la Antígona de Sófocles, ella representa el derecho familiar y Creonte el del Estado. Su relación es el enfrentamiento de las dos instituciones desde las que se funda una comunidad.

Creonte, en su voluntad de gobernante, intenta asegurar el respeto a la ley del Estado por encima de los deseos individuales. Por su parte, Antígona ve en el decreto del gobernante la falta más grave que se puede ejercer ante un familiar: le impide ejercer la ley del hombre que, en este caso, es el derecho a una digna sepultura.

Antígona, conocedora absoluta de la ley que va a corromper, decide ¾de forma consciente¾ oponerse a la ley del Estado y, como resultado, perder la vida. La de Antígona, según Hegel, pareciera no ser una tragedia porque ella conocía cuál sería su destino y, aun así, decide desafiar la ley del Estado.

El contexto de Antígona González pareciera ser distinto al del mito: la ley del Estado ha hecho suyo el derecho familiar. Es derecho de cualquiera poder buscar a sus muertos y recibir de la estructura burocrática, la ayuda correspondiente. En teoría no habría por qué pensar en que Antígona González está desafiando ninguna ley, sin embargo, lo hace en varias partidas.

En cuanto a la ley hay un movimiento simultáneo, ya que es esta la que representa, por un lado a la justicia y, por otro, al crimen. En palabras de la poeta: “Son de los mismos. Nos van a matar a todos, Antígona. Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos. Piensa en tus sobrinos. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. Son de los mismos. Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible.”

Rita Segato ha expresado claramente esa discontinuidad. Corporaciones como policías comunitarias, fuerzas paramilitares, seguridad privada, guerrillas, los brazos armados de los cárteles detentan una fracción del monopolio de la fuerza pública que debiera mantener el Estado. Son estos grupos parte de lo que Segato ha bautizado como “segunda realidad”.

En la “primera realidad”, la grafía legal crece y las instituciones aspiran a regular la vida de las sociedades; el Estado hipotéticamente controla y ejerce la violencia a través de la fuerza pública; los mercados operan desde lo lícito y procesos como las elecciones democráticas se realizan con reglas claras, transparencia e igualdad.

En la “segunda realidad”, la ley no importa; el Estado incorpora la actividad delincuencial, la coordina y le pide, como a los ciudadanos de la economía formal, rendir tributo; deja operar a las agencias que viven al margen de la ley.

Las corporaciones criminales son parte de la estructura estatal. Las grandes compañías tienen el espacio necesario para movilizar grandes capitales en la informalidad. No se trata de un Estado débil que ha sido infiltrado por el crimen organizado, es un hiperestado que todo controla. Desde ese panóptico, lo ilícito es no solo posible, sino deseable; el crimen es un excedente obsceno de la ley.

Es en esta tensión entre “la primera” y “la segunda” realidad donde los cuerpos de los menos aventajados, los de las mujeres, las minorías, los niños son el lienzo idóneo para expresar la salvaje violencia de la necropolítica en la que estamos imbuidos.

Creonte en Antígona González es, entonces, una hidra: es el Estado mexicano, pero también son esos otros que han visto a Tadeo por última vez y deciden callar por temor a la represión de esa “segunda realidad” instaurada también por el Estado, pero ejecutada por el narco. Se trata de los sicarios, de los vecinos que callan, de quienes manejan los camiones en los que desaparecen los pasajero, de quienes olvidan.

La llamada ley del hombre es violentada por la esposa, por el hermano mayor, por la madre. Son ellos quienes votan por el silencio en aras de salvaguardar a los que quedan vivos, a los suyos, a ellos mismos. El derecho familiar es invalidado, también, por quienes debieran ejercerlo.

Antígona González, como su símil en el texto de Sófocles, decide seguir la búsqueda. Aquello recuerda el diálogo de la tragedia original con Ismena, quien es una acomodaticia en el palacio de Creonte. Antígona la fustiga antes de salir en busca del cuerpo del hermano y le señala el olvido oportunista a la voluntad de la sangre en tanto su posición privilegiada al lado del gobernante.

Antígona se atreve a tocar lo bello en un hacer que ¾de principio¾ solo duele: buscar el cuerpo de un hermano para llorarlo en público, para que no se convierta en voz vacía. Uribe nos revela que el dolor es una forma de contacto, genera superficies; tejidos múltiples que congregan y conjuran.

Al nombrar, Antígona intenta que hagamos nuestro a Tadeo porque también nosotros, como él, como ella, estamos desapareciendo; habitando un pliegue entre la vida y la muerte. Ese motor de repetición crea un nuevo cuerpo político en el que podemos existir todos. Nos permite resignificar un pasado extinto, trazar una genealogía. El dolor enlaza una condición humana que nos pone en movimiento.

El reconocimiento público de las pérdidas, el nombrar a los que desaparecen nos da la posibilidad de recuperar su historia, restaurar la escucha, rescatar las voces que han sido acalladas, reescribirlas porque nosotros, desde la otredad, también somos ellos. Evidenciar la ausencia nos permite hacer visible lo invisible, nos da acceso a resignificar la vida.

En ese nombrar, en esa búsqueda aparecen cuerpos. Cuerpos llenos de signos, cuerpos saturados, fragmentarios, excedidos en sus limitaciones biológicas; en un sacralización, en su vulnerabilidad. Materia, acomodo de piedras y polvo. ¿Qué es un cuerpo?

¿Qué cosa es el cuerpo cuando alguien los desprovee

de nombre, de historia, de apellido? Que era una

probabilidad. Cuando no hay faz, ni rastro, ni huellas,

ni señales. Que los iban a traer aquí. ¿Qué cosa

es el cuerpo cuando está perdido?

El cuerpo físico de Tadeo le está negado, así que Antígona no deja de buscarlo para así proveerlo de un cuerpo discursivo a pesar de la ausencia. Dice Fernández Gonzalo en su libro El cuerpo de Acteón: “¿Qué es el cuerpo, sino un hueco sobre el que se han escrito tantos y tantos discursos? ¿Qué sino un significante vacío que permite la apropiación por parte de las distintas prácticas sociales, institucionales, políticas, económicas, etc.?[2]

Encontrar esos cuerpos engendra un movimiento sincrónico: por un lado se tiene la esperanza de hallar al ser amado, a ese que debe ser velado porque las manos de los muertos se sostienen, aunque sea, por última vez.

Por otra parte, esos hallazgos nos muestran cómo la perdida de la alteridad es, simplemente, insoportable. Allá afuera hay otras familias, otras comunidades, otros que también buscan y esperan encontrar. Los cuerpos de los otros nos imponen una toma de conciencia, un espacio de interacción.

Su hallazgo duele, sí, pero también nos permite un registro de lo político que posibilita una visión ética. Como bien apunta Marina Garcés, lo político no es eso a lo que apelan los estudiosos de la ciencia política como las instituciones o los procesos sociales, “lo político es (…) un acontecimiento excepcional y discontinuo (…) como creación o como puesta en suspensión, como novedad radical o como disenso, lo político —palabra o acción— es concebido como corte o como desvío, como algo irreductiblemente otro respecto a los modos de funcionar de lo social[3]”.

La ética irrumpe el proceso de subjetividad, rompe el solipsismo propio del sujeto moderno y apuntala el cuidado por el otro porque es desde esa otredad que el yo tiene posibilidad de existencia. La ética es entonces el cuidado, el reconocimiento de esos otros cuerpos, un lugar para la vida.

Eudora Welty decía que un escritor “escribe ante su propia emergencia”. Pues bien, Sara Uribe entiende muy bien el momento por el que pasa nuestra realidad. Para ella, la escritura es una tecnología, un performance que produce vida. Este poemario compone un cuerpo que funciona como texto pero también como carne, como cúmulo de orgános vitales.

Hay en el recorrido de esta obra una geografía de afectos; un campo de acción en donde líneas de fuga, afiliaciones y trayectorias se aproximan, paradójicamente, al núcleo de la vida.

Es este texto, por sobre todo, una reconciliación que parece imposible: por un lado, Antígona González es una tragedia posmoderna en donde se retrata –con potencia vital– que la función de las leyes y el orden simbólico están trastocados. Que hay vidas suplementarias sometidas a técnicas de exclusión y muerte.

Sin embargo, hay en esa declaratoria de muerte un potencial político, una mirada periférica donde el nombrarnos dignifica a los que ya no están, y también a nosotros mismos.

Continuar la búsqueda de los desaparecidos logra subvertir la barbarie que nos arrebató a esos otros. Nos da la oportunidad de generar una posición ética expandida en donde la historia oficial sirve como prótesis que adosa nuevas líneas de sentido a nuestras comunidades, a quienes somos.

Porque la historia de los desaparecidos es, también, la historia de quien los busca.

 

[1] Uribe, Sara. Antígona González. EEUU, Les Figues Press, 2016.

[2] Fernández Gonzalo, Jorge. La muerte de Acteón: hacia una arqueología del cuerpo. Editorial Eutelequia, Madrid, 2011.

[3] Garcés, Marina. Un mundo común, España, Bellaterra, 2013.

BIBLIOGRAFÍA

  • Fernández Gonzalo, Jorge. La muerte de Acteón: hacia una arqueología del cuerpo. Editorial Eutelequia, Madrid, 2011.
  • Garcés, Marina. Un mundo común, España, Bellaterra, 2013.
  • Uribe, Sara. Antígona González. EEUU, Les Figues Press, 2016.
  • ————–. Antígona González. México, Sur + ediciones, 2012.

Foto: @balzabut

Maira Colín

Maira Colín

Escritora

CDMX, 1978. Ganó el XVIII Concurso Literario de Prosa y Poesía Timón de Oro en 2004, el Premio Nacional de Ensayo Político José Revueltas 2014, el Premio Nacional de Poesía Bartolomé Delgado de León 2017, la Convocatoria Nacional de Dramaturgia Historias del té 2019 de la Compañía Nacional de Teatro, el Premio Nacional de Poesía Juegos Florales del Carnaval La Paz, Fiesta de los Dioses, 2020 y la mención honorífica del XIV Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen, 2020. Ha publicado el libro de cuentos Atrapados en la red (Selector, 2010), el libro infantil El misterios de los animales (Matrushka, 2011), la novela Salida de emergencia (La Cifra Editorial, 2016) y el libro de poesía Mentí cuando te dije que seríamos felices para siempre (Bonobos Editores, 2018). Ha participado en más de una docena de antologías de cuento y ensayo en México y Estados Unidos. Fue becaria del Fondo para la Cultura y las Artes (FONCA) en el género de novela 2011-2012. Es candidata a obtener el doctorado en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana.