En septiembre se cumplen no sé cuantos años ya, de que Alonso dejó el envase, el traje espacial, acá en el planeta que llamamos mundo.
No voy a escribir sobre su estatura como politólogo, escritor o su “sólida erudición en teoría legislativa e historia parlamentaria”. Pongo estas líneas aquí para honrar la memoria de alguien con quien tuve conversaciones entrañables y que fue uno de mis ejemplos favoritos de esta certeza:
La mejor evidencia de la inteligencia es ese fino sentido del humor, raro de encontrar, que nos recuerda que una de las mejores cosas que podemos hacer mientras estamos juntos, es reírnos de la vida.
Hace muchos años, cuando era post-hippie y quise cambiarme de la carrera de Economía a Ciencia Política, en ese instituto tecnológico, me dijeron: ve a hablar con Lujambio y ya, es muy buena onda. En ese entonces él era director de la carrera donde había más gente confundida en el ITAM.
Pensé que sería muy fácil. Todo inició cuando me preguntó por qué me quería cambiar de carrera. Siempre me ha gustado «el choro» pero pronto fue obvio que a él también le encantaba conversar. Y así fue que nos conocimos.
Alonso me hizo regresar a platicar con él en tres ocasiones, antes de firmarme esa hojita de papel con la que me autorizaba el cambio de carrera.
-Venga otro día y seguimos platicando- y algo similar me dijo otras dos veces más. Me cayó bien desde nuestro primer encuentro.
Me platicó que él también se había cambiado de carrera, ¡creo que primero se inscribió a contabilidad! Me contó que le encantaba la historia y quería ser escritor. Me narró, con ese estilo difícil de clasificar, cuando su papá lo llevó de niño al congreso y él se sentó en un curul, con las piernas colgando en el aire. Se tomó su tiempo, conversamos por un largo rato y yo sentí que mi caso era importante para él.
Durante una de esas visitas que hice a su cubículo me dijo:
-Nava, mejor dígame que se quiere cambiar de carrera porque sabe que le vamos a revalidar todo, menos contabilidad 1, y en este momento le firmo la autorización-
Pero yo no quería pasar por un frívolo utilitarista e insistí en que lo mío era la filosofía política. La verdad es que aún no sé en qué estaba pensando cuando me inscribí al ITAM. En esa época estaba fascinado, y eso le conté a Alonso, por la conexión entre Schopenhauer, los Upanishads y el Bhagavad Gita, y a la menor provocación llevaba la conversación a ese nebuloso territorio que era mi búsqueda existencial, por medio de una torpe diatriba contra la cultura occidental aderezada con mis lecturas de Carlos Castaneda, algunos aforismos de Nietzsche y Food of the Gods de Terence Mckenna. Ser un buen conversador es en gran medida saber escuchar y él, paciente, escuchó mi choro juvenil.
Tras esas tres nada tristes conversaciones, por fin, Alonso me contestó:
-Nava, lo voy a dejar entrar a Ciencia Política, pero si todo lo que me dijo es verdad, entonces se va a morir de hueva en el ITAM-
Entonces me preguntó si podía sugerirme algo, «por-su-puesto» contesté, a lo que el respondió:
-Mejor váyase a la UAM, ahí se la va a pasar mejor-
Por supuesto no le hice caso y estoy agradecido: por haber recibido su apasionada cátedra (en la materia «Introducción a la Ciencia Política»), por su inteligente sentido del humor, su carismático histrionismo (recuerdo la coreografía de sus frenéticos dedos largos y de sus rodillas chocantes) y porque gracias a él conocí a otros grandes maestros, grandes amigos y a un muy mal profesor con el que entablé una legendaria y pública animadversión mutua (sí, ese bobito).
Uno de mis recuerdos favoritos es el de esa conversación breve, en la que me sentí afortunado por su reconocimiento. Habíamos leído un texto de Luis Villoro, una disertación sobre la diferencia entre filosofía e ideología. Fui a visitarlo a su cubículo porque quería que supiera que Villoro me parecía un tanto frívolo y superficial en su distinción. Quería decirle que era obvio que ese gran filósofo mexicano no conocía los Yoga Sutras de Patanjali, quería una palmadita del colega porque admiraba ese amor manifiesto por lo que hacía, por sus libros, por sus bromas, mientras que yo me sentía extraviado, un náufrago, en ese instituto tecnológico.
Esto pasó años antes de conocer a Eric Herrán y a Leo Strauss y su Liberal Education. Recuerdo que en esa conversación intenté explicarle a Alonso por qué el solo hecho de articular mentalmente una explicación sobre la realidad era ya no solamente inevitable en términos del diálogo interno de la mente, sino un fenómeno comunicativo y por ende, ideológico. Alonso se me quedó viendo unos segundos en silencio y luego me dijo:
-Interesante, Nava, interesante- Luego reímos los dos y yo me fui contento, satisfecho.
En esa época yo creía que no sería el diseño de las instituciones lo que nos salvaría de la barbarie, sino una revolución psicológica y epistemológica. En esos años yo creía en la sadhana y en que la meditación era una práctica que podría salvarnos de la locura y estupidez connaturales a la humanidad.
Con el tiempo me di cuenta de que amar lo que hago es algo más parecido a disolverme, a perderme por completo; hacer lo que quiero con total entereza es también lo más honesto que puedo hacer. Hoy también pienso que probablemente ya nada pueda salvarnos como especie, que en todo caso tal vez sea solo el horror, y la caída en cuenta de que nuestra supervivencia está atada a la de los demás seres vivos, lo que detenga la devastación del planeta.
Si la espiritualidad, la religión y los sistemas de valores sirvieran para otra cosa que para acelerar nuestra destrucción y la de las de más especies de flora y fauna; no viviríamos estos niveles de violencia homicida y guerras; no estaríamos a estas alturas del antropoceno con una crisis climática prácticamente irreparable y una inevitable extinción masiva de especies.
Pero volviendo a la risa: recuerdo a Alonso, el colega, como una persona que daba cátedra no solo de ciencia política, sino de hacer lo que uno ama y amar lo que uno hace. A ese maestro, a esa persona generosa, recuerdo con cariño.
Años después, en la UAM, en un seminario de postgrado al que me invitó mi querido Franz Peter Oberarzbacher (durante varios meses nos íbamos de Río Hondo a Xochimilco a leer y comentar esa escritura del Shivaísmo de Cachemira, el Pratyabhijnahrdayam con alumnos, sociólogos y psicologos), descubrí la cualidad profética de las palabras de Lujambio: algunos de mis mejores momentos en el ITAM, los viví en la UAM.
Baalzabut
Vudúcrata Cero
Expolitólogo, expsicoterapeuta corporal trasnpersonal, expublicista, exsanyasin. No supo lo que tenía hasta que le hizo acupuntura a distancia.