La humildad es esa virtud que pierdes en el momento en que piensas que la tienes.

Anónimo

 

No me hagas caso, es una paradoja.

En la entrega anterior adelanté que intentaría manipular, acaso torpemente, el carácter paradójico de la democracia liberal moderna, sin convertirme en un ouróboros[1] (en chilango “sin hacerme bolas”). Lo que motiva este breve texto es la creencia de que si queremos o creemos vivir en una democracia es importante que, desde cualquier nivel de educación y sin ser expertos en teoría política, nos preguntemos cotidianamente unos a otros, más allá de los espacios académicos, de Twitter y del circulo rojo, en la calle, en las comunidades en las que participemos: qué es eso que llamamos democracia y por qué creemos en ella.

Y no me refiero a hablar de la democracia como una forma de gobierno, o de sus manifestaciones y momentos más populares y reconocibles como podrían ser la propaganda, la demagogia y el marketing político; o en su lado más sombrío, hablar de la promesa incumplida del estado democrático en términos de justicia, o de las violaciones crónicas a los derechos humanos, o del mito de las elecciones libres, los candidatos y su presunción de inocencia; o de la porosidad de la división de poderes. Me refiero a conversar sobre el parecido de la democracia moderna con el pensamiento religioso, a pensar en la democracia liberal moderna como un marco simbólico o sistema de pensamiento.

Hay muchas definiciones de lo que caracteriza a la democracia moderna como sistema de pensamiento (o “credo”, si aceptamos la invitación del título). La definición implícita en el pensamiento del filósofo francés Claude Lefort (1924-2010), nos permite arropar proporcionadamente la aspiración de defender la democracia que “tenemos”, a pesar de que su naturaleza sea tan similar (¿una mutación?) a la del pensamiento religioso; a pesar de que sea difícil creer en su existencia, o de que su “realidad factual” sea cada vez más difícil de demostrar.

La teoría de Lefort nos permite pensar en la democracia como una nueva religión en la que comulgan ateos y píos, en una aceptación consensuada de una gran puesta en escena, mise en scène, un ejercicio histriónico civilizatorio, compulsivo, de hipocresía ritualista para ordenar nuestra convivencia y evitar matarnos, unos a otros, cada quien desde su fe. Si usamos la óptica de Lefort, la democracia puede aparecer también como un instrumento regulador para justificar o infligir legítimamente la barbarie humana; la historia de la humanidad puede verse como una secuencia de guerras, masacres y genocidios en nombre de dioses varios y ahora, en los últimos dos siglos, en nombre de la democracia. ¿Habrá leído Neil Gaiman, autor de la novela American Gods, a Claude Lefort?

Dios no ha muerto, solo adelgazó muchísimo: está hueco.

Ya son veinte años desde que Chantal Mouffe publicó The democratic paradox[2], donde reflexiona sobre la naturaleza de la democracia de los últimos doscientos años (naturaleza que, afirmó hace dos décadas, aun estamos lejos de “aclarar debidamente”). Mouffe explica de manera clara la visión de Claude Lefort, en unas cuantas palabras que reinterpreto: mientras para algunos pensadores (los más apegados a las formas de gobierno, supongo) los apellidos de la democracia (o sus fenotipos apropiados) deberían ser “moderna”, “representativa”, “parlamentaria”, “pluralista”, “constitucional” o “liberal”, para Claude Lefort el rasgo más relevante de la democracia liberal moderna es algo desproporcionadamente más interesante y entretenido: una transformación simbólica que “hizo posible el advenimiento” de la democracia.

Mouffe describe la transmutación del pensamiento religioso que inaugura la modernidad, como “la disolución de los indicadores de certeza”[3]. Para Lefort, la sociedad de una democracia moderna es una sociedad en la que el poder, la ley y el conocimiento sufren una condición de “indeterminación radical”[4], resultado de “la revolución democrática y la disolución del poder que estaba encarnado en la persona del príncipe y atado a una autoridad transcendental” (en chilango promedio: “atado a diosito santo”).

Vivir hoy en una democracia liberal significa vivir en la modernidad entendida como secularización, como el establecimiento de un nuevo tipo de institución de lo social en la que el poder se ha transformado en un “lugar vacío”.

¿En que creemos cuando nos dicen que el poder reside en el pueblo? ¿Existe un pueblo? ¿está constituido de individuos?

¿Los individuos son almas que transmigran y existen desde la concepción, desde el contacto entre un óvulo y un espermatozoide, organismos diploides, de sexo binario, simios parlantes con capacidad de pensamiento simbólico y de autodestrucción compulsiva? 

¿Los individuos son ideas a las que les conferimos otras ideas como atributos? ¿Sujetos con derechos universales, ciudadanos con nacionalidad; hijas e hijos de dios, o diosas y dioses ellos mismos, bodhisattvas, el Uno jugando a ser muchos, sat chid ananda?

Si le creemos a Lefort lo que aparece ante nosotros es una nueva (un jungiano promedio diría que ni tan nueva) estructura simbólica y la imposibilidad moderna de proveer una “garantía final”, una “legitimidad definitiva”, un relato de la realidad último, único y universal. Uppaluri Gopala Krishnamurti, se refería a esa transformación cuando decía que todos los sistemas de pensamiento político no son sino el “crecimiento verrugoso del pensamiento religioso”.

En su ejercicio de mitología comparada, Carl Jung y otros jungianos como Marie Louis Von Franz o Joseph Campbell, recurrían constantemente al concepto de enantiodromía (constante en Heráclito y el Tao Te King) que brinda una perspectiva interesante sobre la transformación de los sistemas de pensamiento y permite una conversación constructiva con la teoría política lefortiana.

La enantiodromía nombra un fenómeno por medio del cual, a nivel colectivo, las civilizaciones “resuenan” con un arquetipo que rige su pensamiento, desarrollo cultural, arte y religión durante largos periodos de tiempo, para luego dar paso al surgimiento y predominancia del arquetipo opuesto. En Egipto: Ra, una deidad solar, patriarcal, luego Isis; acá en el México de la cuarta transformación: ¿la transición del PRI a los feminismos y movimientos de mujeres?

Si recurrimos a este concepto, a esa “función reguladora de opuestos”, se vuelve evidente la continuidad y omnipresencia del carácter paradójico de los sistemas de pensamiento teológico-político. La democracia aparece también como una especie de ouróboros fractálico.

No es el propósito de este texto poner atención en la continua y dinámica tensión entre las dos tradiciones que se articulan en la democracia moderna: la liberal y la democrática, y cómo se expresa la paradoja entre sus preferencias ontológicas, entre la libertad y la igualdad.

Recientemente un funcionario y propagandista del oficialismo invitaba a abandonar el país a algunos críticos, adversarios irredimibles; lo hacía desde el púlpito del gobierno con más autenticidad democrática en la historia de México y desde la pulcritud que otorga la militancia, retrataba así el carácter paradójico de la membresía universal pero nacional, democrática e incluyente, pero exclusiva para la feligresía leal, obediente, practicante.

Todo dios es un riesgo inevitable pero innecesario.

Prefiero señalar, como un compromiso cívico y estético, que tanto demócratas y liberales, liberales y conservadores, chairos y fifís, hombres necios y todos los feminismos, así como toda la lista de pares (o impares) de opuestos con posturas irreconciliables entre sí, todos, todas y todes, tenemos que vérnoslas con este medio ambiente en el que se posibilita la democracia, al menos como horizonte de sentido: un medio ambiente, ¿biósfera simbólica? donde no es posible establecer una única descripción de la realidad, un único sistema de valores morales, sin correr el riesgo de minar las condiciones de posibilidad de su propia existencia.

Si creemos vivir en una democracia liberal moderna como la describe Lefort, entonces se antoja propicio cuestionar, problematizar y dudar, más que sistemáticamente y por responsabilidad cívica: de manera creativa, erótica. Cuestionar toda certeza o conclusión definitiva sobre cuestiones tan fundamentales como: qué son los derechos humanos, dónde empieza y termina lo público y lo privado, dónde comienza la vida humana y cómo debe o puede entenderse, vivirse y morirse.

Si creemos y queremos defender las prácticas e instituciones que posibilitan la democracia liberal moderna, desde la tradición demócrata o liberal, como militantes de alguna religión, intelectuales satánicos o ateos practicantes, es útil pensar que al igual que las religiones y sus inevitables inclinaciones totalitarias, la democracia entendida como un marco simbólico que nos permite entender la realidad y aspectos tan contundentes como el poder, la justicia y el conocimiento, necesita de un pensamiento crítico crónico, con efectos degenerativos de sus propios dogmas.

Pareciera que la democracia es una maquinaria que requiere de un mantenimiento intensivo, de un constante cuestionamiento que se convierta en una especie de simbionte, rémora o parásito, que mantenga su autonomía vital y crítica, que colabore en la preservación de la salud de su huésped; mientras que las respuestas definitivas de la militancia, los dogmas y la solemnidad de lo sagrado, deben reconocerse como un peligro latente y constante. Desde esta perspectiva todo dios es un riesgo inevitable pero innecesario; toda guía moral, propaganda religiosa.

En la última parte de este texto pensaré en la democracia como una persona codependiente que no puede (o quiere) escapar de la violencia doméstica; con propósitos de entretenimiento, exclusivamente.

Este texto se publicó originalmente en Animal Político

[1] Ese ser y símbolo alquímico en forma de una serpiente que devora su cola.

[2] The democratic paradox, Chantal Mouffe 2000

[3] Mi rudimentaria traducción de “The dissolution of the markers of certainty”.

[4] “Radical indeterminacy” en palabras de Mouffe.

BAALZABUT

BAALZABUT

Vudúcrata Cero

Apóstata del ascenso de la kundalini.